tosió y tosió y todavía
sigue cayendo sangre en el paladar
del inodoro.
se levantó, acomodó su camisa
a cuadros que apretó alterado
con el cinturón de cuero
y salió en silencio
sin sonrisa
de la estación de servicio.
si supieran que tiene el alma envenenada
y una enredadera en el frasco
donde van sus sesos,
si supieran eso y más que eso
tampoco nada pasaría.
a nadie le importa el ruido que haces
a medianoche
al subir la escalera de emergencia.
sabe que está vivo
se lo dice la culpa
y los insultos que le escupe
cada mañana la voz
que habita en su calva cabeza
y vuelve a tomar el martillo
y la sábana
con la que amuralla la puerta
de una cueva fría, despintada,
del tamaño de una herida que conocen
solo los que además
de cavarla
con el hueso de sus manos
hoy se acunan sin poder
despertar del todo.
y entonces, de nuevo,
la mano, el martillo,
rompe uno de los cinco vasos
que subsisten en el cajón
y se lo toma
en pequeña dosis y pedazos
hasta sentir el sabor de la sangre libre,
el vidrio y la carne:
pilares de su analgésico
favorito.