El tábano que se abría a nueva mañana
le agarró un golpe de calor.
Pisoteado, amalgamado, hecho percha,
desde la ventana del colectivo estacionado
lo veo descomponerse con fiaca
sobre el asfalto. Donde tumbó, quedó.
A otros insectos les tocará estrolarse
contra las lunetas
y con un trapo de rejilla húmedo
serán removidas, perderán su forma
y desaparecerán en los sistemas
de ventilación de los autos.
Los animales atropellados tienen dos destinos,
todo depende del tamaño y del grosor
de los huesos. O mueren. O agonizan
y mueren. O se escapan, agonizan y mueren.
O se escapan con su politraumatismo
detrás de los matorrales
y mueren a los días chocados
por un nuevo conductor.
Familias que viajan en camionetas
con los pelos al viento, el vidrio bajo,
reciben el vaho que animales muertos
a la vera expulsan.
A veces una cuadrícula de trabajadores
comunales caen equipado con balizas y carteles,
vestidos de flúor y bajo las estrellas
retiran con espátulas y herramientas
los cadáveres. A veces queda algo
de cuero pegado, plumas, sangre,
una lengua suelta sola disecada
sobre rutas argentinas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario