en la mesada, el velador apagado.
un libro a medio leer
esconde moscas muertas
entre páginas de auto-ayuda
y él que insiste
en amamantarse el cerebro
con leche vencida,
imagina futuros que no fueron
en la pantalla curva
de su parpados y fuma,
el único habito que guarda
de su niñez
tampoco es sano,
y cuando sale,
aunque nunca sale del todo
de su bóveda bestial,
lo hace embobado, señala
a los gritos, en secreto
o sin querer
desgracias que no le pertenecen
para alimentar
su autoestima y la conversación.
y en el fondo
no lo piensa pero sabe
que envidia la adicción al presente
que tienen los animales
y esa conciencia frágil e inmediata
que sacude pelajes.
y en el fondo
del dormitorio una persona
recordando
es siempre una lámpara a punto
de quemarse,
una barra parpadeante
sobre un archivo que se ha dejado
de escribir.
y quien no fue también
alguna vez
ese perro callejero, lengua afuera,
viento en contra,
asomándose por la ventanilla
trasera de un auto
sin arreglo.
cada diciembre algo distinto
revuelve la vuelta
al baldío de enfrente,
al cielo baldeado,
al fósil blando que alberga
la memoria.
¿qué devolvemos cuando volvemos?
mejor nada.
los amigos, muchos menos
la familia,
merecen saber todo aquello
que pensamos
en la soledad de la almohada.
hoy la noche es calurosa,
el sueño, nulo.
hay tensión afuera.
la alarma de un auto huérfano
acaba de dispararse
a unas cuadras de acá.
los pocos que quedaban
pululando por ahí,
encontraron
una lógica oculta en su paranoia
y sin que nadie dé la orden
se fueron
despegando de la escena,
se fundieron a negro,
nos fuimos.
en cuestión de segundos
los ladridos
de los perros tejen
una red invisible
que trasciende medianeras.
una epidemia
amplificándose a la altura
de las rodillas
del barrio que dura
hasta el amanecer.
se necesita
que ingrese por la reja
apenas
un fino gajo de sol
para que la hoja más baja
del ciruelo comience
a tostarse.
ahora sí, buen día.
hora de irse a dormir.
cuánto puede uno soportar
el peso de la lágrima,
inclinar la mejilla,
el rostro,
inútilmente
el mundo entero
para volver meterla
adentro del ojo.
tengo la vista apoyada
en un calendario ya amarillo
hay una voz que flota
y no interrumpe
nada
las células rojas
las células blancas
las células tercas y muertas
se van reuniendo todas
a velocidad de avispa
para arreglar
el cuerpo sobrante,
el daño irreversible,
al menos una mínima parte,
algo que haga valer
el ruido sordo de la agonía
breves indicaciones,
algún que otro consejo
sensato y sin sentido
expulsado
hacia el aire denso
de la habitación.
una posible imagen de dolor
comienza a fermentarse
en nuestras cabezas,
durará días,
desvelos,
nos mantendrá despiertos
como el picoteo perpetuo
del tábano
sobre el lomo
de un potrillo malherido.