viernes, 14 de julio de 2017

Algo viejo, inconcluso y mutilado

Cuando todavía no habían encontrado a Hernán, el lado derecho de su rostro estaba estampado contra la ventana. El cinturón de seguridad le apretaba el cogote, lo ahorcaba cual tentáculo y le tapaba, apenas, parte de su boca, como si fuese más un intento de mordaza improvisado por un asaltante que el efecto contraproducente de un instrumento utilizado para minimizar daños. Las venas sobresalían de la piel. En especial, de la frente. Desorbitados, sus ojos se movían sin detenerse en un punto de vista definido. Le costaba mucho respirar, y en absoluto, gritar. Por suerte, contaba con todos sus dientes, intactos, sanos, blanquísimos para un joven de su edad -eso sí, con su lengua reconoció que su rebelde diente de leche se había aflojado un poquito-. Pudo haber recurrido a ellos para aunque sea morder, deshilachar un poco el cinturón que le apretaba el cuello, le hinchaba la yugular hasta hacerle sentir el golpeteo seco de su propio pulso pero las encías no respondían. Las tenía acalambradas, duras de los nervios, así que gritaba y se retorcía en su lugar. Gritaba la misma vocal una y otra vez, más por instinto que otra cosa. Nada de palabras, ya no quedaban. La lengua, los dientes y la mente, totalmente desincronizados. Solo gritos.

Un horizonte fino y alargado. Un auto hundido en la banquina. El viento que se corta con la urgencia de una onomatopeya. Y sigue su rumbo.

Hernán estaba desesperado y su imposibilidad para respirar comenzaba a ocupar de a poco cada rincón de su mente. Desesperación que funcionaba bajo la lógica de un vórtice: cuanto más pensaba, más se asfixiaba. Y lo peor de todo esto, era que él se daba cuenta.

***

Abrió los ojos. La luz del mundo nunca lo había cegado tanto. Según lo que suponía, la muerte debía ser un espectáculo trascendental, una sensación capaz de humillar a cualquier pesadilla mundana. A lo largo de sus quince años había sentido el murmullo de la muerte, siempre debajo de su almohada. Las pesadillas, suponía, era lo más cercano. Hernán había muerto ya varias veces: al caer en las fauces inmundas de su abuela al rechazarle una tercera porción de torta. A causa de una mezcla entre asfixia y agonía después de haberse perdido en las mangas de una campera. Había reventado su cabeza contra las vías de un tren y había conducido un tren hasta reventarlo contra el paredón de su escuela. Había visto la muerte vestida de mil maneras distintas y esta no se le parecía a ninguna. Suspiró y entonces, aseguró estar vivo. Pero más allá de una celebración interna al sentir el corazón prendido, cada extremidad encajada en su lugar y sobretodo: sentir, sentirse, sentirse humano; Hernán quería caminar, comprender su situación, pedir explicaciones.

Pensó en llamar al único médico a la vista, pero notó que llevaba los auriculares puestos y liberaba una tranquilidad al secarle la sangre de la nariz a un anciano con un pañuelo, como a un mueble, que prefirió no molestar. Al fin y al cabo, él ya se sentía bien. Bajo de la cama, y con el mismo grado de disimulo que de confianza salió de la habitación. A primera vista, los pasillos del hospital le parecieron vacíos- recientemente vacíos. Caminaba con ímpetu para amplificar su presencia, pero era en vano, ni un alma. Si es que el edificio había sido evacuado, se habían olvidado de darle aviso a su cuarto. El cielo raso se desarmaba en escamas y las paredes estaban sin revocar. Para colmo donde debía haber foquitos de luces prendidos, caían cables pelados, escapándose del techo. Había sillas de ruedas en el medio de los corredores, carritos para transportar comida asomándose de otros cuartos, una gotera cayendo dentro de un balde –ya rebalsado. En el piso, muchas curitas. Si alguna vez hubo vida, había llegado tarde.

***

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